Gino, como se le conoce a Jorge Rodríguez, señala que el acceso al poder puede exacerbar rasgos narcisistas, generar conductas impulsivas y, en algunos casos, evidenciar trastornos no tratados que comprometen la toma de decisiones públicas.
Este fenómeno cobra relevancia en contextos electorales, cuando la ciudadanía está expuesta a un despliegue teatral de promesas, sonrisas forzadas y personalidades fabricadas para captar votos. La salud mental de quienes aspiran a liderar una sociedad no es un tema menor: influye directamente en su capacidad para escuchar, gestionar el conflicto, actuar con empatía y mantener la coherencia ética. Un liderazgo políticamente hábil pero emocionalmente inestable puede generar caos institucional, decisiones erráticas y un deterioro de la confianza social.
Por eso, más allá de las consignas o de la apariencia carismática, el electorado debe afinar su criterio y asumir su rol con responsabilidad. Como sugiere Rodríguez, elegir a quienes nos representarán no debería ser un acto impulsivo ni festivo, sino un ejercicio crítico que valore tanto la visión política como la madurez emocional del candidato. En tiempos donde el espectáculo suplanta al juicio, conviene recordar que el poder sin equilibrio interior puede convertirse en una amenaza para el bien común.
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