Bogotá, Medellín, Cali y otras capitales regionales vieron marchar a una ciudadanía diversa: no sólo participaron opositores tradicionales y miembros de partidos políticos, sino también ciudadanos de a pie, antiguos simpatizantes del petrismo, sectores de clase media y líderes de opinión desencantados con el rumbo del proyecto progresista.
El mensaje fue claro: el país está cansado de los escándalos de corrupción, del abuso del poder y de un clima de confrontación que parece emanar desde la Casa de Nariño.
La movilización, más que una protesta, fue una expresión de decepción. La legitimidad del presidente Petro, que alguna vez se sostuvo en una promesa de cambio y esperanza, hoy se ve cuestionada por quienes sienten que esa narrativa ya no responde a la realidad del país. El silencio no fue indiferencia, fue un grito ahogado por el dolor, la dignidad y la frustración.
Las repercusiones no se harán esperar. Esta marcha marca un punto de inflexión: el Congreso, los alcaldes y gobernadores podrían sentirse con mayor respaldo para confrontar las reformas que consideran desconectadas de las verdaderas necesidades ciudadanas.
El capital político de Petro comienza a mostrar fisuras profundas y, frente a una opinión pública más vigilante, ni los discursos ni las redes sociales bastarán para recomponer la confianza perdida.