El presidente Gustavo Petro aprovechó su intervención en la Asamblea General de la ONU para lanzar dardos directos contra Washington y, en particular, contra Donald Trump, a quien pidió abrir un “proceso penal” por ordenar ataques contra supuestas lanchas con drogas en el Caribe que dejaron civiles muertos.
El tono fue el mismo que ha utilizado en otras tribunas como denuncias de barbarie global, acusaciones a las potencias y la insistencia en que las víctimas no son capos del narcotráfico, sino jóvenes pobres que huyen de la miseria. Sin embargo, la imagen que quedó para el mundo fue otra: un auditorio casi vacío, indiferente al discurso de quien se presentaba como defensor de los desposeídos.
El golpe político no fue solo la frialdad diplomática. Petro lució en su camisa un símbolo que opositores calificaron de “emblema de la muerte”, gesto interpretado como provocación y que desató rechazo inmediato en redes y escenarios políticos. El mensaje, en vez de reforzar la narrativa de justicia global, quedó atrapado en la controversia estética y en la incomodidad simbólica.
En el plano diplomático, sus palabras llegan en un momento de tensión. Estados Unidos retiró a Colombia de la lista de países aliados en la lucha antidrogas, un revés que erosiona la credibilidad del Gobierno en Washington y abre dudas sobre los costos de la confrontación permanente.
Petro habló fuerte, pero casi nadie lo escuchó. El eco de un auditorio vacío, más que el contenido del discurso, se convirtió en la verdadera metáfora de su aislamiento internacional.